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Jesús ante Caifás y el sanedrín

4 abril, 2021

En estas fechas es costumbre de este blog da a conocer un post comentando algún aspecto jurídico de la pasión de Jesús de Nazaret que se conmemora en Semana Santa. En esta ocasión, nos parece interesante fijarnos en el proceso que se le instruyó por parte del sumo sacerdote Caifás y la asamblea de 71 miembros que ejercía jurisdicción en temas religiosos en el Israel de ese tiempo: el sanedrín (synedrion en griego).

En el Evangelio de Lucas aparece una mención de Caifás junto a Anás, como sumos sacerdotes, para fijar el tiempo de la predicación de Juan El Bautista, que anuncia la vida pública de Jesús: “El año decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, Herodes tetrarca de Galilea, su hermano Filipo tetrarca de Iturea y de la región de Traconítide, y Lisanias tetrarca de Abilene, bajo el sumo sacerdote Anás y Caifás…” (Lc. 3, 1).

El sumo sacerdote era de la clase sacerdotal, la única nobleza reconocida entre los israelitas, y los romanos les dejaban libertad para juzgar las discusiones propias de la religión jurídica, aunque reservándose la aplicación de ciertas penas como la de muerte (la potestas gladii). El sumo sacerdote era elegido de entre las familias sacerdotales de mayor influencia, y en principio era un cargo vitalicio, pero en el tiempo de Jesús se había transformado en periódico. Los que ya habían desempeñado el cargo mantenían la denominación de sumo sacerdotes.

Caifás había sido designado sumo sacerdote el año 18 d.C. por el procurador Valerio, y luego confirmado por Pilato. Pero cuando Pilato fue llamado a Roma, fue destituido por Vitelio el año 36 d.C.

Según los Evangelios, Caifás era el sumo sacerdote, pero tal denominación se da también a Anás (Ananías abreviado). Anás había desempeñado ese cargo pero había sido depuesto por Valerio Grato el año 15 d.C. No obstante su influencia hizo que varios de su familia heredaran ese cargo, con lo que siguió detentando la autoridad de hecho. Caifás era su yerno, ya que estaba casado con una de sus hijas.

Los cuatro Evangelios relatan que una vez apresado Jesús de Nazaret, es llevado a la casa del sumo sacerdote donde se reúnen los componentes del Sanedrín, esto es, los “príncipes de los sacerdotes, los escribas y los ancianos” (Mt. 26, 57; Mc. 14, 53; Lc. 22, 66). Se realiza una sesión durante la noche, y se presentan testigos que no coinciden en sus declaraciones: algunos señalan que Jesús había dicho que podía destruir el Templo y construirlo en tres días (Mt. 26, 60-61), lo que era inexacto ya que Jesús nunca afirmó que él destruiría el Templo. Al ver que Jesús no contestaba nada y que los testigos no lograban configurar una prueba suficiente, Caifás se dirigió al acusado y lo intimó a declarar quién era en verdad: “‘Te conjuro por Dios vivo que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios’, Jesús contestó: ‘Tú lo has dicho. Además os digo que en adelante veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo’”. Ante esta respuesta, Caifás rasgó sus vestiduras y dijo: “Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Ya lo veis, acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué os parece?” Los del Sanedrín contestaron “Es reo de muerte” (Mt. 26, 63-66). Muy parecido es el relato que se observa en el Evangelio de Marcos (14, 61-64). El Evangelio de Lucas es un tanto distinto: relata que Jesús fue llevado en la noche a la casa del sumo sacerdote, pero la sesión del sanedrín se habría hecho al amanecer del día siguiente y el interrogatorio es un poco distinto: “Al hacerse de día se reunieron los ancianos del pueblo, los príncipes de los sacerdotes y los escribas, y le condujeron al Sanedrín. Y le dijeron: —Si tú eres el Cristo, dínoslo. Y les contestó:  —Si os lo digo, no me creeréis; y si hago una pregunta, no me responderéis. No obstante, desde ahora estará el Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios. Entonces dijeron todos: —Por tanto, ¿tú eres el Hijo de Dios? —Vosotros lo decís: yo soy —les respondió. Pero ellos dijeron: —¿Qué necesidad tenemos ya de testimonio? Nosotros mismos lo hemos oído de su boca” (Lc. 22, 66-71). Con esa respuesta lo conducen a Pilato y lo acusan de soliviantar a la gente, prohibir pagar el tributo al César y desafiar la autoridad romano al declararse rey de los judíos (Lc. 23, 1-2).

En todos estos relatos se da a entender que Jesús es llevado a la casa del sumo sacerdote que es Caifás. El Evangelio de Juan añade otros hechos. Señala que Jesús es llevado primero a la casa del suegro de Caifás, Anás y es éste quien interroga al prisionero: “El sumo sacerdote interrogó a Jesús sobre sus discípulos y sobre su doctrina. Jesús le respondió: —Yo he hablado claramente al mundo, he enseñado siempre en la sinagoga y en el Templo, donde todos los judíos se reúnen, y no he dicho nada en secreto. ¿Por qué me preguntas? Pregunta a los que me oyeron de qué les he hablado: ellos saben lo que he dicho. Al decir esto, uno de los servidores que estaba allí le dio una bofetada a Jesús, diciendo: —¿Así es como respondes al sumo sacerdote? Jesús le contestó: —Si he hablado mal, declara ese mal; pero si tengo razón, ¿por qué me pegas?” (Jn 18, 19-23). Este Evangelio cuenta que después de eso Anás envía a Jesús a la casa de Caifás, el sumo sacerdote, y que luego lo condujeron al Pretorio temprano por la mañana para que fuera juzgado por Pilato (Jn 18, 24 y 28).

Es posible armonizar todos estos relatos si se entiende que primero Jesús fue conducido a la casa de Anás (Juan), y luego a la de Caifás, donde se produce la reunión del sanedrín, el intento de buscar testigos falsos y la conminación a que Jesús se declare como Mesías, y su afirmación, según cuentan Mateo y Marcos. Algunos estudiosos piensan que es posible que ambos vivieran en secciones diversas del mismo palacio.

Para cumplir con la ley que declaraba nulas las sesiones nocturnas, finalmente se confirma el acuerdo al amanecer de ese día, como relata Lucas. Esto es congruente con Marcos que señala: “Y de mañana, enseguida, se reunieron en consejo los príncipes de los sacerdotes con los ancianos y los escribas y todo el Sanedrín y, atando a Jesús, lo llevaron y lo entregaron a Pilato” (Mc 15, 1) y con Mateo que afirma: “Al llegar el amanecer, todos los príncipes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo se pusieron de acuerdo contra Jesús para darle muerte. Y atándolo, lo llevaron y lo entregaron al procurador Pilato” (Mt 1, 2). En esto coincide Juan al señalar que Jesús fue llevado donde Pilatos en las primeras horas de la mañana (Jn 18, 28).

Este es el juicio religioso que se hace a Jesús de Nazaret, el que jurídicamente dista mucho de haberse dado de una manera justa incluso según las costumbres de la época.

En primer lugar, porque lo cierto es que la sentencia de muerte ya estaba previamente acordada. Ya habían pagado a Judas para que entregara a su maestro, lo arrestaron y privaron de libertad y lo juzgaron en menos de 24 horas. El mismo Caifás en una sesión anterior del Sanedrín que se convoca después de la resurrección de Lázaro les dice a sus compañeros: “Vosotros no sabéis nada, ni os dais cuenta de que os conviene que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca toda la nación”. Juan dice que con esa frase profetizó que la muerte de Jesús en la cruz sería la redención de todos los hijos de Dios que estaban dispersos (Jn 11, 49-52).

Enseguida, y esto es algo que concuerdan todos los evangelios el juicio real se llevó a cabo fuera de la sede regular del Sanedrín (el Gazzit), ya que ésta no se podía ocupar de noche. Por eso se citaron, probablemente dejando fuera a los miembros que no eran hostiles a Jesús, en la casa de Caifás, donde se realizó realmente el juicio. Además, quien dirigía el tribunal hizo de acusador y después de que declararan testigos cuyos testimonios no eran coherentes entre sí y no se deducía de ellos ningún crimen religioso contra la ley judía, el mismo Caifás desafía a Jesús a que diga si es el Mesías, y ante la respuesta afirmativa del acusado y su declaración de que “veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo” (según Mateo y Marcos), y con una cierta variante en Lucas: “desde ahora estará el Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios. Entonces dijeron todos: —Por tanto, ¿tú eres el Hijo de Dios? —Vosotros lo decís: yo soy”, se le señala culpable de blasfemia, que era un delito castigado con la muerte por dilapidación (Lev 24,16).

Sin embargo, es bastante discutible que declararse como Mesías o Hijo de Dios sea por sí solo blasfemo, lo mismo que decir que el Hijo del Hombre estará sentando a la diestra de Dios y vendrá sobre las nubes del cielo. Por lo que más parece que esas palabras sirvieron de excusa para sancionar al Nazareno con la pena de muerte.

Finalmente, para dar validez a lo acordado confirman esa sentencia al amanecer del día, y así evitar que se diga que el fallo sea nulo por haberse adoptado de noche. No es claro si esta sesión matutina se llevó a cabo en la misma casa de Caifás o en la sede oficial de la asamblea.

Como el Sanedrín carecía del poder de dar muerte a un acusado, se lleva a Jesús ante el procurador romano, Pilato, pero ahora se cambia la acusación de blasfemia para imputarle un intento de sedición contra el poder romano. Pilato, a pesar de reconocer que Jesús es inocente de ese cargo, deja hacer lavándose la manos en un gesto que en la historia ha quedado como símbolo del intento frustrado de eludir la responsabilidad por una decisión propia. 

Barrabás: el otro Jesús

20 marzo, 2016

Este domingo comienza en el mundo cristiano la Semana Santa, que conmemora la pasión de Jesucristo, que como se sabe está mediada por una serie de instituciones jurídicas: una acusación, dos procesos judiciales (uno en el Sanedrín y otro ante el gobernador romano), una condena a muerte y su ejecución. En ese contexto nos gustaría comentar un episodio que traen los cuatro Evangelios sobre un extraño personaje llamado Barrabás. Orígenes, un antiguo autor cristiano del siglo III, sostuvo que su primer nombre era también Jesús, y su versión está acreditada por algunos manuscritos antiguos que se conservan.

Por los datos que nos ofrecen los Evangelios se trataba de un hebreo que estaba privado de libertad en una de las cárceles controlada por los romanos en Jerusalén. El Evangelio de Juan dice que era un bandido (algunos traducen por “ladrón”). Por los Evangelios de Marcos y Lucas sabemos que no era un mero ratero, sino un integrante, quizás el líder, de un grupo de rebeldes que habían cometido al menos un homicidio. Marcos indica que había sido “apresado con otros sediciosos que en una revuelta habían cometido un homicidio” (Mc. 15, 7). Lucas confirma lo anterior y precisa que el delito había sido cometido en la misma Jerusalén: “había sido encarcelado por cierta sedición ocurrida en la ciudad y por un homicidio” (Luc. 23, 19). Pertenecía, en consecuencia, a lo que podría llamarse la resistencia judía contra la dominación del imperio romano y que, al contrario de otras facciones del pueblo de Israel de la época, como fariseos y saduceos, propiciaba la vía violenta para liberar su nación. En esa calidad era más que conocido por el pueblo: el evangelio de Mateo apunta que se trataba de un “preso famoso” (Mt. 27, 16).

Esta especie de líder guerrillero va a ser confrontado con otro preso también famoso, que había sido llevado por los sacerdotes ante Pilato, el gobernador romano, para que fuera sentenciado a la pena de muerte. Aunque el Sanedrín lo había procesado por blasfemia (hacerse igual a Dios), ante el gobernador le acusan del mismo delito que se le imputa a Barrabás: sedición (alborota al pueblo y se declara rey de los judíos). Es Jesús de Nazaret, el nuevo profeta, el mismo que pocos días atrás había entrado en Jerusalén en medio de una multitud que lo aclamaba como “el que viene en nombre del Señor” (Mt. 21, 9). El gobernador romano después de interrogarlo personalmente se convence de su total inocencia, pero no se decide a liberarlo temiendo que la muchedumbre que se ha reunido frente a su Palacio, instigada por los jefes de los sacerdotes, se salga de control si no accede a sus deseos de dar muerte a Jesús. Entonces se le ocurre una salida, que podría dejar contentos a todos. Recuerda que existe una costumbre por la cual se concede la libertad a un preso en la fiesta de la Pascua (cfr. Juan 18, 39). Aunque los historiadores no han encontrado fuentes extrabíblicas que confirmen la existencia de esta costumbre, tampoco las hay que la refuten, y la afirmación de los Evangelios resulta verosímil, ya que la fiesta de la Pascua recordaba justamente la liberación del pueblo de Israel de la larga esclavitud que padeció en Egipto.

Pilato, sin embargo, no quiere tomar sobre sus hombros el peso de la responsabilidad de dejar libre a Jesús. Mañosamente recuerda a Barrabás, el otro Jesús, y lo manda a traer frente a la multitud. Pregunta entonces: “¿a quién de los dos queréis que os suelte, a Barrabás o a Jesús, el llamado Cristo?” (Mt. 27, 17).

Esta liberación debía justificarse también ante el Derecho romano. Los Evangelios no dan noticia al respecto. Según los romanistas existían dos formas de perdón en favor de quienes habían cometido delito: la indulgentia y la abolitio. Por la primera, se indultaba a un reo que ya había sido condenado, por una especial gracia que debía ser concedida por el Emperador, el Senado o algunos altos funcionarios de provincia. En cambio, la abolitio se aplicaba a un prisionero que aún no había sido condenado y podía concederse por autoridades de menor rango. Parece claro que lo que intentó Pilatos aplicar a Jesús y terminó favoreciendo a Barrabás, fue este último tipo de perdón gracioso: la abolitio. Del relato evangélico se desprende que ni Barrabás ni Jesús habían sido condenados aún y Pilato, como simple gobernador romano, no tenía poder suficiente para conceder la indulgentia.

Sabemos como termina la historia: la multitud gritó que quería que se liberara a Barrabás, y cuando Pilato pregunta qué debía hacer con Jesús, la respuesta, cuyos ecos se escuchan después de dos mil años, fue : “¡crucifícalo!”, es decir, que se le aplique el suplicio romano reservado para los peores criminales: muerte en una cruz. Pilato cedió: liberó a Barrabás y condenó a Jesús, siempre tratando de escabullir su responsabilidad, ahora mediante el símbolo de lavarse las manos y atribuir la culpa a la masa vociferante.

Algunos críticos han dudado de la veracidad del relato evangélico sobre la elección entre Jesús de Nazaret y Jesús Barrabás y sostienen que su inclusión en los textos evangélicos se debería al intento de exonerar de responsabilidad en la muerte del Mesías a los romanos, para así congraciarse con las autoridades del imperio. Pero, además de que no existen pruebas serias que desacrediten la narración, en la que coinciden los cuatro Evangelios, redactados en distintas épocas y por diversos autores, lo cierto es que el relato no excusa para nada al gobernador Pilato y más bien lo presenta como alguien peor que aquellos judíos que por lo menos estaban convencidos de que estaban en lo correcto en pedir la muerte de Jesús por creer que se trataba de un blasfemo que venía a corromper la religión judía, como lo habían declarado sus dirigentes. El mismo Jesús desde la cruz pedirá el perdón los que pidieron su muerte: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc. 23, 33). Pilato, en cambio, se da cuenta de la inocencia del Nazareno, está convencido de ella, y sin embargo lo condena a muerte. ¿Puede realmente esto ser una forma de hacer más “amigable” la historia para los romanos?

Los hechos que se relatan en las Sagradas Escrituras no sólo tienen una relevancia histórica, sino que, al menos para los creyentes, poseen también un sentido espiritual, que es necesario discernir y aplicar a nuestra época. El papa Benedicto XVI, en su libro Jesús de Nazaret, considerando que Barrabás era un líder de la resistencia antirromana y que su nombre era de índole mesiánica: (BarAbbas: hijo del Padre), así como que al parecer también se llamaba Jesús, piensa que este episodio tiene un significado más profundo.

Barrabás se presenta como una especie de doble de Jesús, que también promete la llegada del reino, pero de una manera diferente: mediante la lucha por el poder y el establecimiento de una libertad política e intramundada: “Así, ­– apunta el ahora Papa emérito– la elección se establece entre un Mesías que acaudilla una lucha, que promete libertad y su propio reino, y este misterioso Jesús que anuncia la negación de sí mismo como camino hacia la vida” (Jesús de Nazareth. Desde el bautismo a la transfiguración, Planeta, 2007, p. 66).

De una u otra forma esta alternativa desafía personalmente a todo cristiano: ¿qué tipo de redentor es el que buscamos?, ¿el que nos ofrece el bienestar material y la seguridad planificada de lo mundano, al modo de Barrabás? ¿o preferiremos al Jesús de Nazaret, que nos invita a salir de nosotros mismos, abrirnos al amor misericordioso de Dios y transformar el mundo comenzando por transformar el corazón?

San Josemaría Escrivá describe lo que puede ser una experiencia de muchos cristianos, sino de todos: “Es duro leer, en los Santos Evangelios, la pregunta de Pilato: ‘¿A quién queréis que os suelte, a Barrabás o a Jesús, que se llama Cristo?’ Es más penoso oír la respuesta: ‘¡A Barrabás!’. Y más terrible todavía darme cuenta de que ¡muchas veces!, al apartarme del camino, he dicho también «¡a Barrabás!»… (Camino, Nº 296).