Fue en el Grand Central Oyster Bar de Nueva York. Un ejecutivo ya jubilado, Rick Antosh, el 5 de diciembre de 2018, mientras almorzaba con un antiguo compañero de colegio y disfrutaban de un suculento plato de ostras, sintió que algo extraño tenía en su boca. Pensó que quizás era un diente que se le había desprendido o algún elemento culinario desconocido. Al escupir el elemento, más o menos como un garbazo, se dio cuenta que se trataba de una perla, que podría valer entre 2.000 y 4.000 dólares, dependiendo de su brillo y redondez, mientras que el plato de seis otras le había costado solo 15 dólares.
Lo extraordinario del hecho hizo que fuera recogido por los medios de prensa. Efectivamente, las perlas de ostras silvestres son muy raras. Su origen es bastante curioso: la perla se forma como un medio de protección del molusco cuando un cuerpo extraño: una partícula de coral, un granito de arena, penetra la concha y se introduce a su interior. Al detectarlo, el organismo de la ostra reacciona produciendo una sustancia, el nácar, que rodea y cubre totalmente dicho cuerpo extraño para neutralizarlo. El nácar se forma con una mezcla de cristales de carbonato de calcio y de la proteína llamada conchiolina. Lentamente se van formando capas y capas de nácar que, en un proceso que a veces puede durar años, terminan configurando esta gema natural.
El restaurante se mostró conforme y se alegró de la fortuna de su cliente, probablemente porque la perla encontrada fue de un valor moderado, pero el caso puede dar pie para comentar qué hubiera sucedido si la perla, siendo de un valor muchísimo más alto (hay perlas extraordinarias cuyo precio puede superar los 10 millones de dólares). Lo más seguro es que el propietario del restaurante (persona natural o jurídica) en tal caso hubiera analizado las posibilidades de reclamar la perla como suya. ¿Tendría viabilidad su reclamo si aplicáramos la ley civil chilena?
Veamos algunas posibles vías que podrían intentarse, desestimando que pueda aplicarse una rescisión por lesión enorme ya que se trata de una compraventa de un bien mueble.
El dueño del restaurante podría demandar la nulidad relativa de la compraventa de la ostra que contenía la perla, por error sustancial conforme a lo previsto en el art. 1454 del Código Civil. Recordemos que este precepto señala a la letra: “El error de hecho vicia asimismo el consentimiento cuando la sustancia o calidad esencial del objeto sobre que versa el acto o contrato, es diversa de lo que se cree; como si por alguna de las partes se supone que el objeto es una barra de plata, y realmente es una masa de algún otro metal semejante”. Podría argumentarse que el vendedor en este caso pensaba que vendía una ostra comestible como las miles que vende regularmente, y en cambio vendió una ostra con una perla, que cambia su sustancia o calidad esencial.
También podría alegar que la perla es una cosa distinta de la ostra que la contenía y que no puede considerarse un accesorio que quede implícitamente en la comprendido en la venta de la cosa principal que sería la ostra. Se trataría de aplicar, a contrario sensu, la norma del art. 1830 que dispone que “En la venta de una finca se comprenden naturalmente todos los accesorios, que según los artículos 570 y siguientes se reputan inmuebles”. De esta manera, se alegaría que sólo la ostra fue vendida pero no la perla, de modo que ésta última se mantendría bajo el dominio del vendedor.
Una tercera vía que podría intentarse en beneficio del restaurante sería la de aplicar las normas sobre diferencias de cabidas en la venta de un inmueble, que según el art. 1835 pueden aplicarse cuando se trata de bienes muebles, si se vende un todo o conjunto de efectos o mercaderías. En el caso se aplicaría el inciso 1º del art. 1832, que dispone “Si se vende el predio con relación a su cabida, y la cabida real fuere mayor que la cabida declarada, deberá el comprador aumentar proporcionalmente el precio; salvo que el precio de la cabida que sobre, alcance a más de una décima parte del precio de la cabida real; pues en este caso podrá el comprador, a su arbitrio, o aumentar proporcionalmente el precio o desistir del contrato; y si desiste, se le resarcirán los perjuicios según las reglas generales”. En el caso que comentamos es claro que el precio de la perla supera con mucho el diez por ciento del precio de la ostra vendida, por lo que el vendedor podrá exigir que o el comprador aumente el precio o se desista del contrato, aunque en este último caso el vendedor debería indemnizarle los perjuicios. Esta tesis tiene la debilidad de que la compraventa se limitó a las ostras y no consideraba la perla.
Desde la otra vereda, el comprador podría alegar que la perla es un fruto natural de la ostra, y que, conforme con el art. 1816 del mismo Código, los frutos pendientes de la cosa vendida pertenecen al comprador, salvo que la venta fuera a plazo o bajo condición. En este caso no hubo plazo ni condición y la perla debe ser considerado un fruto pendiente ya que estaba unida a la ostra que sería la cosa fructífera. Es cierto, que la perla no es rigurosamente un fruto del molusco ya que, si bien no merma su sustancia, no se produce regularmente, pero su semejanza con las crías de animales, que son estimadas frutos con independencia de la regularidad con las que se procrean, ofrecería argumentos para al menos darle el mismo tratamiento jurídico. Podría aplicarse, así, la disposición del art. 1829 que dispone que “La venta de una vaca, yegua u otra hembra comprende naturalmente la del hijo que lleva en el vientre…”.
Otra defensa que podría ensayarse a favor del comprador sería la de la teoría del riesgo, ya que como contrapartida a que el comprador deba soportar (y seguir debiendo el precio íntegro) la pérdida fortuita de la cosa o su deterioro, se beneficia (y sin necesidad de alzar el precio) de los aumentos o mejoras de la cosa. El art. 1820 del Código señala que “La pérdida, deterioro o mejora de la especie o cuerpo cierto que se vende, pertenece al comprador, desde el momento de perfeccionarse el contrato, aunque no se haya entregado la cosa”. Si la cosa ha sido entregada, con mayor razón la mejora de la cosa pertenecerá al comprador. No obstante, la aplicación de esta disposición es discutible en este caso, porque aunque la perla pueda ser conceptualizada como una mejora de la ostra, en el sentido en que le añade valor, lo cierto es que ella ya se había formado antes de que se celebrara el contrato de venta y la teoría de los riesgos no la cubre, ya que ésta parte de la base de que la pérdida, deterioro o mejora de la cosa ocurren entre el momento en que se perfecciona la compraventa y la fecha en que se entrega materialmente la cosa.
A nuestro juicio, la solución del conflicto debería pasar por considerar que podríamos estar ante un caso excepcional de compraventa aleatoria. En realidad el dueño del restaurante vendió las ostras sabiendo que alguna de ellas podría tener una perla natural, de modo que no podría pedir la nulidad alegando que incurrió en un error sobre la sustancia o calidad esencial. Las notas de prensa han reportado que un antiguo empleado tenía recuerdo de que un hallazgo similar se había producido en el mismo local. Por ello, hemos de pensar que el dueño del restaurante habrá estado consciente de que en algunos raros casos las ostras que vendía podían contener una perla, produciéndose así una contingencia incierta de pérdida para él y de ganancia para el comprador (art. 1441 CC). No hay que extrañarse de que existan algunos contratos de compraventa que no sean conmutativos, como unánimemente se reconoce en el caso de venta de una cosa futura cuando expresamente se estipula que se deberá el precio aunque la cosa no llegue a existir o si aparece por la naturaleza del contrato que se compró la suerte. Así lo dispone el art. 1813: “La venta de cosas que no existen, pero se espera que existan, se entenderá hecha bajo la condición de existir, salvo que se exprese lo contrario, o que por la naturaleza del contrato aparezca que se compró la suerte”. La norma parece pensada en el vendedor que conservará el precio aunque la cosa no llegue a existir; por ejemplo, si se vende en cierta cantidad de dinero todas las truchas que el vendedor pueda pescar en una tarde en cierto río. Pero es indudable que también funcionará en provecho del comprador, si la cosa que llega a existir es de mayor valor que lo pagado, por ejemplo, si la pesca es abundante y el valor de todos los peces es muy superior a la cantidad de dinero acordada como precio.
Es una situación que parece análoga al comprador de ostras del caso: él ofrece un precio por la ostra y el vendedor lo acepta, en el entendido de que si la ostra porta una perla, el precio se mantendrá invariable, porque se está comprando también el alea de que alguna de ellas aparezca alguna perla de mayor valor. En tal caso, el comprador gana y el vendedor pierde, y no puede pedirse la ineficacia del acto por la falta de equivalencia de las prestaciones porque aquí el “equivalente consiste en una contingencia incierta de ganancia o pérdida” (art. 1441 CC), como sucede en los contratos aleatorios.
Otra forma de entender el caso sería la de entender que la perla no fue incluida en la compraventa y que por tanto fue adquirida por ocupación por el jubilado que la encontró y se apropió de ella. Sería una res nullius, que no ha tenido dueño porque nadie hasta ese momento la había descubierto. Podría aplicarse el art. 624 del Código Civil que determina que “La invención o hallazgo es una especie de ocupación por la cual el que encuentra una cosa inanimada que no pertenece a nadie, adquiere su dominio, apoderándose de ella” y que “de este modo se adquiere el dominio de las piedras, conchas y otras substancias que arroja el mar y que no presentan señales de dominio anterior”.
Podría también considerarse aplicable analógicamente la regla que se da para el descubrimiento de un tesoro que hace el que ha comprado el terreno en que se encontraba. En ese caso, el art. 626 del Código Civil señala que cuando sean una misma persona el dueño del terreno y el descubridor, pertenecerá todo el tesoro al dueño del terreno. La perla no es propiamente un tesoro, ya que no se trata de un efecto precioso elaborado por el hombre (art. 625 inc. 2º CC), pero no vemos inconveniente para que el mismo criterio se aplique a quien compra una cosa que contiene otra de alto valor que no tiene dueño.
Se ve que si Rick Antosh hubiera estado de vacaciones en Chile, y hubiera acudido a un restaurante chileno para degustar ostras, la perla que hubiera encontrado en alguna de ellas, sería de su propiedad, ya sea por tratarse de una compraventa aleatoria o por estimarse que ocupó una cosa que hasta entonces carecía de dueño.