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Una perla de sorpresa

30 diciembre, 2018

Fue en el Grand Central Oyster Bar de Nueva York. Un ejecutivo ya jubilado, Rick Antosh, el 5 de diciembre de 2018, mientras almorzaba con un antiguo compañero de colegio y disfrutaban de un suculento plato de ostras, sintió que algo extraño tenía en su boca. Pensó que quizás era un diente que se le había desprendido o algún elemento culinario desconocido. Al escupir el elemento, más o menos como un garbazo, se dio cuenta que se trataba de una perla, que podría valer entre 2.000 y 4.000 dólares, dependiendo de su brillo y redondez, mientras que el plato de seis otras le había costado solo 15 dólares.

Lo extraordinario del hecho hizo que fuera recogido por los medios de prensa. Efectivamente, las perlas de ostras silvestres son muy raras. Su origen es bastante curioso: la perla se forma como un medio de protección del molusco cuando un cuerpo extraño: una partícula de coral, un granito de arena, penetra la concha y se introduce a su interior. Al detectarlo, el organismo de la ostra reacciona produciendo una sustancia, el nácar, que rodea y cubre totalmente dicho cuerpo extraño para neutralizarlo. El nácar se forma con una mezcla de cristales de carbonato de calcio y de la proteína llamada conchiolina. Lentamente se van formando capas y capas de nácar que, en un proceso que a veces puede durar años, terminan configurando esta gema natural.

El restaurante se mostró conforme y se alegró de la fortuna de su cliente, probablemente porque la perla encontrada fue de un valor moderado, pero el caso puede dar pie para comentar qué hubiera sucedido si la perla, siendo de un valor muchísimo más alto (hay perlas extraordinarias cuyo precio puede superar los 10 millones de dólares). Lo más seguro es que el propietario del restaurante (persona natural o jurídica) en tal caso hubiera analizado las posibilidades de reclamar la perla como suya. ¿Tendría viabilidad su reclamo si aplicáramos la ley civil chilena?

Veamos algunas posibles vías que podrían intentarse, desestimando que pueda aplicarse una rescisión por lesión enorme ya que se trata de una compraventa de un bien mueble.

El dueño del restaurante podría demandar la nulidad relativa de la compraventa de la ostra que contenía la perla, por error sustancial conforme a lo previsto en el art. 1454 del Código Civil. Recordemos que este precepto señala a la letra: “El error de hecho vicia asimismo el consentimiento cuando la sustancia o calidad esencial del objeto sobre que versa el acto o contrato, es diversa de lo que se cree; como si por alguna de las partes se supone que el objeto es una barra de plata, y realmente es una masa de algún otro metal semejante”. Podría argumentarse que el vendedor en este caso pensaba que vendía una ostra comestible como las miles que vende regularmente, y en cambio vendió una ostra con una perla, que cambia su sustancia o calidad esencial.

También podría alegar que la perla es una cosa distinta de la ostra que la contenía y que no puede considerarse un accesorio que quede implícitamente en la comprendido en la venta de la cosa principal que sería la ostra. Se trataría de aplicar, a contrario sensu, la norma del art. 1830 que dispone que “En la venta de una finca se comprenden naturalmente todos los accesorios, que según los artículos 570 y siguientes se reputan inmuebles”. De esta manera, se alegaría que sólo la ostra fue vendida pero no la perla, de modo que ésta última se mantendría bajo el dominio del vendedor.

Una tercera vía que podría intentarse en beneficio del restaurante sería la de aplicar las normas sobre diferencias de cabidas en la venta de un inmueble, que según el art. 1835 pueden aplicarse cuando se trata de bienes muebles, si se vende un todo o conjunto de efectos o mercaderías. En el caso se aplicaría el inciso 1º del art. 1832, que dispone “Si se vende el predio con relación a su cabida, y la cabida real fuere mayor que la cabida declarada, deberá el comprador aumentar proporcionalmente el precio; salvo que el precio de la cabida que sobre, alcance a más de una décima parte del precio de la cabida real; pues en este caso podrá el comprador, a su arbitrio, o aumentar proporcionalmente el precio o desistir del contrato; y si desiste, se le resarcirán los perjuicios según las reglas generales”. En el caso que comentamos es claro que el precio de la perla supera con mucho el diez por ciento del precio de la ostra vendida, por lo que el vendedor podrá exigir que o el comprador aumente el precio o se desista del contrato, aunque en este último caso el vendedor debería indemnizarle los perjuicios. Esta tesis tiene la debilidad de que la compraventa se limitó a las ostras y no consideraba la perla.

Desde la otra vereda, el comprador podría alegar que la perla es un fruto natural de la ostra, y que, conforme con el art. 1816 del mismo Código, los frutos pendientes de la cosa vendida pertenecen al comprador, salvo que la venta fuera a plazo o bajo condición. En este caso no hubo plazo ni condición y la perla debe ser considerado un fruto pendiente ya que estaba unida a la ostra que sería la cosa fructífera. Es cierto, que la perla no es rigurosamente un fruto del molusco ya que, si bien no merma su sustancia, no se produce regularmente, pero su semejanza con las crías de animales, que son estimadas frutos con independencia de la regularidad con las que se procrean, ofrecería argumentos para al menos darle el mismo tratamiento jurídico. Podría aplicarse, así, la disposición del art. 1829 que dispone que “La venta de una vaca, yegua u otra hembra comprende naturalmente la del hijo que lleva en el vientre…”.

Otra defensa que podría ensayarse a favor del comprador sería la de la teoría del riesgo, ya que como contrapartida a que el comprador deba soportar (y seguir debiendo el precio íntegro) la pérdida fortuita de la cosa o su deterioro, se beneficia (y sin necesidad de alzar el precio) de los aumentos o mejoras de la cosa. El art. 1820 del Código señala que “La pérdida, deterioro o mejora de la especie o cuerpo cierto que se vende, pertenece al comprador, desde el momento de perfeccionarse el contrato, aunque no se haya entregado la cosa”. Si la cosa ha sido entregada, con mayor razón la mejora de la cosa pertenecerá al comprador. No obstante, la aplicación de esta disposición es discutible en este caso, porque aunque la perla pueda ser conceptualizada como una mejora de la ostra, en el sentido en que le añade valor, lo cierto es que ella ya se había formado antes de que se celebrara el contrato de venta y la teoría de los riesgos no la cubre, ya que ésta parte de la base de que la pérdida, deterioro o mejora de la cosa ocurren entre el momento en que se perfecciona la compraventa y la fecha en que se entrega materialmente la cosa.

A nuestro juicio, la solución del conflicto debería pasar por considerar que podríamos estar ante un caso excepcional de compraventa aleatoria. En realidad el dueño del restaurante vendió las ostras sabiendo que alguna de ellas podría tener una perla natural, de modo que no podría pedir la nulidad alegando que incurrió en un error sobre la sustancia o calidad esencial. Las notas de prensa han reportado que un antiguo empleado tenía recuerdo de que un hallazgo similar se había producido en el mismo local. Por ello, hemos de pensar que el dueño del restaurante habrá estado consciente de que en algunos raros casos las ostras que vendía podían contener una perla, produciéndose así una contingencia incierta de pérdida para él y de ganancia para el comprador (art. 1441 CC). No hay que extrañarse de que existan algunos contratos de compraventa que no sean conmutativos, como unánimemente se reconoce en el caso de venta de una cosa futura cuando expresamente se estipula que se deberá el precio aunque la cosa no llegue a existir o si aparece por la naturaleza del contrato que se compró la suerte. Así lo dispone el art. 1813: “La venta de cosas que no existen, pero se espera que existan, se entenderá hecha bajo la condición de existir, salvo que se exprese lo contrario, o que por la naturaleza del contrato aparezca que se compró la suerte”. La norma parece pensada en el vendedor que conservará el precio aunque la cosa no llegue a existir; por ejemplo, si se vende en cierta cantidad de dinero todas las truchas que el vendedor pueda pescar en una tarde en cierto río. Pero es indudable que también funcionará en provecho del comprador, si la cosa que llega a existir es de mayor valor que lo pagado, por ejemplo, si la pesca es abundante y el valor de todos los peces es muy superior a la cantidad de dinero acordada como precio.

Es una situación que parece análoga al comprador de ostras del caso: él ofrece un precio por la ostra y el vendedor lo acepta, en el entendido de que si la ostra porta una perla, el precio se mantendrá invariable, porque se está comprando también el alea de que alguna de ellas aparezca alguna perla de mayor valor. En tal caso, el comprador gana y el vendedor pierde, y no puede pedirse la ineficacia del acto por la falta de equivalencia de las prestaciones porque aquí el “equivalente consiste en una contingencia incierta de ganancia o pérdida” (art. 1441 CC), como sucede en los contratos aleatorios.

Otra forma de entender el caso sería la de entender que la perla no fue incluida en la compraventa y que por tanto fue adquirida por ocupación por el jubilado que la encontró y se apropió de ella. Sería una res nullius, que no ha tenido dueño porque nadie hasta ese momento la había descubierto. Podría aplicarse el art. 624 del Código Civil que determina que “La invención o hallazgo es una especie de ocupación por la cual el que encuentra una cosa inanimada que no pertenece a nadie, adquiere su dominio, apoderándose de ella” y que “de este modo se adquiere el dominio de las piedras, conchas y otras substancias que arroja el mar y que no presentan señales de dominio anterior”.

Podría también considerarse aplicable analógicamente la regla que se da para el descubrimiento de un tesoro que hace el que ha comprado el terreno en que se encontraba. En ese caso, el art. 626 del Código Civil señala que cuando sean una misma persona el dueño del terreno y el descubridor, pertenecerá todo el tesoro al dueño del terreno. La perla no es propiamente un tesoro, ya que no se trata de un efecto precioso elaborado por el hombre (art. 625 inc. 2º CC), pero no vemos inconveniente para que el mismo criterio se aplique a quien compra una cosa que contiene otra de alto valor que no tiene dueño.

Se ve que si Rick Antosh hubiera estado de vacaciones en Chile, y hubiera acudido a un restaurante chileno para degustar ostras, la perla que hubiera encontrado en alguna de ellas, sería de su propiedad, ya sea por tratarse de una compraventa aleatoria o por estimarse que ocupó una cosa que hasta entonces carecía de dueño.

Pintura subastada que se autodestruye

14 octubre, 2018

Cuando ­­–hace ya bastantes años–, pasaban por televisión la serie Misión Imposible, los capítulos comenzaban con el agente principal que recibía de modos insólitos sus instrucciones en una grabadora con discos de cinta magnetofónica. Al finalizar la voz del mensaje advertía “esta grabación se autodestruirá en cinco segundos”, y para graficar la destrucción se veía a la cinta desaparecer bajo un humo blanco.

Estos recuerdos nos vinieron a la mente cuando vimos que muchos medios de prensa informaban que una pintura subastada en una tienda de arte de Londres, después de ser comprada por uno de los participantes al remate, se había “autodestruido” ante la sorpresa de los asistentes. Por cierto, este inusual acontecimiento despierta la inquietud por las consecuencias que esa destrucción de la cosa comprada podía conllevar en el plano del Derecho Civil.

Pero antes de entrar en el análisis jurídico, conviene detallar un poco más lo que se ha ido sabiendo del acontecimiento.

La pintura en cuestión se denomina Girl With Balloon (“Niña con Globo”) y es una reproducción de un mural pintado el 2002 en la calle londinense de Great Eastern Street por el extravagante artista callejero y grafitero británico conocido como Bunksy, cuya identidad real es desconocida, aunque ya es una gran celebridad. La pintura se subastó en la tienda londinense especializada en obras de arte Sotheby’s anunciándose que la versión de la pintura era de autoría del mismo Bunksy.

El día 5 de octubre de 2018, al final de una subasta de arte contemporáneo se remató la pintura, en un marco de estilo victoriano, que estaba colgada de un muro. Después de las posturas fue adjudicada a una mujer que la remató telefónicamente en 1,4 millones de dólares. Pero una vez que se anunciaba la adjudicación, para sorpresa de todos la tela de la pintura fue pasando por el marco inferior, que contenía una pequeña trituradora de papel accionada por control remoto, y se convirtió en una serie de flecos o tiras. La pintura descendió sólo hasta su mitad de modo que la destrucción fue parcial. En la cuenta de instagram de Bunksy aparecía la leyenda: “Going, going, gone…” (se va, se va, se fue). Más tarde, el mismo Bunksy subía un video en el que mostraba cómo había montado la trituradora en el cuadro.

Vamos ahora a las cuestiones jurídicas, que analizamos suponiendo que se aplicara al caso la ley civil chilena. Es claro que estamos ante un contrato de compraventa de bien mueble que, siendo consensual, se ha perfeccionado al aceptarse por parte de la casa de remates la oferta de la compradora. Ahora bien, ¿está la compradora obligada a pagar los mismos 1,4 millones de dólares por la pintura destruida?

Si se sostiene que el vendedor era la casa Sotheby’s, ya sea porque la adquirió del mismo Bunksy o de un tercero, y asumimos que, como han declarado sus directores, nada sabían ni debían saber sobre el mecanismo oculto en el marco, estaremos en el supuesto de la aplicación de la teoría del riesgo de la cosa, y en nuestro Código Civil el riesgo de la especie o cuerpo cierto que, pendiente de su entrega, se destruye o perece por caso fortuito o fuerza mayor, debe ser asumido por el acreedor: “El riesgo del cuerpo cierto cuya entrega se deba, es siempre a cargo del acreedor…” (art. 1550 CC), lo que significa que, habiéndose extinguido la obligación del deudor de la cosa por pérdida de la cosa debida, el acreedor debe cumplir su obligación recíproca: pagar en este caso el precio, sin reducción alguna. La regla general del art. 1550 está refrendada por una disposición que la aplica justamente en materia de compraventa: “La pérdida, deterioro o mejora de la especie o cuerpo cierto que se vende, pertenece al comprador, desde el momento de perfeccionarse el contrato, aunque no se haya entregado la cosa…” (art. 1820 CC). El comprador debe el precio al vendedor aunque no vaya recibir nada: el riesgo de destrucción de la cosa es de su cargo. Como aquí la destrucción se debe al hecho de un tercero, pensamos que no hay problemas en que la compradora accione en su contra por responsabilidad extracontractual.

Si nos ponemos en el supuesto de que la casa de remates estaba obrando sólo como mandataria de Bunksy, entonces la pérdida no habrá sido fortuita sino causada dolosamente por el vendedor. En tal caso no se aplica la teoría del riesgo y el vendedor se habrá constituido en mora de entregar la cosa, de modo que la compradora podrá invocar el art. 1489 del Código Civil y pedir la resolución de la venta. También podría negarse a pagar el precio y si es demandada oponer la excepción de contrato no cumplido del art. 1552 del mismo Código.

Pero volvamos al supuesto de que haya sido la casa de remates la vendedora o un tercero distinto de Bunksy. Veíamos que el riesgo de la cosa le pertenece al comprador, pero si la cosa perece por un vicio intrínseco de ella, el comprador puede hacer valer la responsabilidad del vendedor por vicios ocultos o redhibitorios en conformidad con el art. 1862 del Código Civil, según el cual “si la cosa viciosa ha perecido después de perfeccionado el contrato de venta, no por eso perderá el comprador el derecho que hubiere tenido a la rebaja del precio”. A ello se agrega que, en cambio, tendrá derecho a la rescisión del contrato e incluso a la indemnización de los perjuicios si la cosa ha perecido después de perfeccionarse el contrato “por un efecto del vicio inherente a ella” (art. 1862 inc. 2º CC). Para saber si puede sólo rescindir el contrato o pedir además indemnización de perjuicios hay que analizar el comportamiento del vendedor: si éste conocía el vicio o éste era tal que el vendedor debía conocerlo por razón de su profesión u oficio, deberá indemnizar los perjuicios; en el caso, contrario se liberará de esta indemnización aunque deberá soportar la rescisión de la venta (es decir, que el comprador pida devolución del precio o que no lo pague si estuviere pendiente, como en el caso), todo esto según lo dispuesto en el art. 1861 del Código. En este sentido, habría que establecer si está dentro de los deberes profesionales de la casa de remates el cerciorarse que los marcos con los que vienen las pinturas son normales y seguros para el lienzo que contienen. No obstante, es muy probable que Sotheby’s invoque que lo inusitado del mecanismo hacía imprevisible que el marco pudiera contener un dispositivo como ese, por lo que es posible que la compradora solo pueda pedir la rescisión de la venta, que no es poco dado el precio que se comprometió a pagar.

Alguien podría pensar que no fue el vicio de la cosa lo que la destruyó ya que al parecer se necesitó que una persona asistente activara la trituradora del marco mediante alguna especie de control remoto, de modo que sería la acción de este tercero la que destruyó la obra. Pero hay que aclarar que el mecanismo autodestructivo formaba parte de uno de los accesorios de la cosa, de modo que fue éste el que directamente hizo perecer la obra, aunque fuera activado a distancia.

Si no se quisiera o no se pudiera (por ejemplo, por haber transcurrido el tiempo de prescripción) ejercer la acción redhibitoria por vicios ocultos, la compradora podría alegar que su consentimiento adoleció de un vicio ya que ella pensó en comprar una pintura, pero no una que se podía “autodestruir” con ese mecanismo interno escondido en el marco. Se trataría de un error sustancial que recae en la calidad esencial de la cosa y que vicia el consentimiento conforme con el art. 1454 del Código Civil. En tal caso, podría demandar u oponer como excepción la nulidad relativa del contrato de compraventa.

No hay dudas de que la compradora podría encontrar soluciones similares a las chilenas en el Derecho inglés, pero al parecer no necesitará de ellas, porque el arte es tan impredecible como veleidoso. Según informó la misma casa de remates la pintura semidestruida ha devenido en una nueva obra de arte, que ha sido acreditada por la firma que certifica las obras de Banksy, llamada Pest Control, y que la ha renombrado como “Love is the Bin” (El amor está en el papelero). La compradora, una coleccionista europea cliente de la casa de remates, que ha preferido mantener el anonimato, habría declarado su intención de perseverar en la adquisición al mismo precio.

No debemos culparla pues ya hay expertos de arte que señalan que el resultado de esta “acción de arte” vale mucho más que lo que ofreció por ella. Uno de los directores de la casa de remates señaló que estamos ante la primera obra de arte en la historia que fue creada en vivo durante una subasta.

Dejamos el video que se viralizó en las redes sociales:

La visita del Papa y la frustración del contrato

14 enero, 2018

En pocas horas más, el Papa Francisco aterrizará en el aeropuerto de Santiago de Chile y comenzará una visita al país que, estamos cierto, marcará una profunda huella en la historia de nuestra nación.

Por motivos de seguridad, la Comisión organizadora anunció el día sábado que los recorridos del Papamóvil habían sido modificados y que, por ejemplo, ya no pasaría por calle San Pablo en Santiago. Al conocer esta noticia, nos recordamos de los célebres casos ingleses suscitados por la postergación de la coronacion de Eduardo VII, y que, con el nombre de “coronation cases”, dieron origen a una doctrina jurídica que hoy normalmente se conoce como frustración del contrato.

Revisemos los hechos del primero, y principal, de estos procesos: Krell v. Henry (Krell v Henry [1903] 2 KB 740), juzgado por la Corte de Apelaciones de Londres. Fallecida la reina Victoria, le sucedió en el trono su hijo Eduardo, a la sazón de 59 años. Para los días 26 y 27 de junio de 1902 se programaron diferentes ceremonias para su coronación y la de su mujer Alexandra, entre las cuales se incluía una procesión por las principales calles de Londres que prometía ser espectacular. En el itinerario se preveía que el cortejo pasara por la calle Pall Mall, en la City of Westminster del Centro de Londres. El día 20 de junio, C. S. Henry arrendó un pequeño departamento con vistas a la calle de propiedad de Paul Krell por los dos días, excluyendo las noches, por el precio total de 75 libras, de las cuales adelantó 25 libras como reserva. Aunque era evidente, y quizás por lo mismo, en las estipulaciones expresas del contrato no se hizo alusión al uso del departamento como mirador para observar la procesión de coronación.

El problema se presentó cuando, unos días antes del comienzo de las ceremonias, Eduardo VII se sintió mal y debió ser sometido a una intervención quirúrgica, ante lo cual la coronación, con todos sus festejos, se pospuso hasta el 9 de agosto. Paul Krell pidió a C. S. Henry que cumpliera con el pago del saldo del precio del arriendo, a lo que éste se negó alegando que, al haberse suspendido la procesión, ya no usaría el departamento. Krell demandó a Henry, y éste a su vez pidió que se le restituyeran las 25 libras que había dado en depósito ya que, en su concepto, el contrato no había podido tener efectos.

Una situación parecida podría darse si alguien arrendó un balcón o una terraza de un edificio situado en una de las calles por donde pasaría el “Papamóvil” para presenciarlo con más comodidad, y esa calle fue omitida de la reformulación del recorrido. ¿Qué pasa con un contrato así? No hay duda de que si las partes han pactado como condición esencial que el evento que se quiere presenciar no sea suspendido o cancelado, al fallar la condición el contrato será ineficaz. Pero el problema surge, como en el juicio de Krell contra Henry, cuando esa condición no ha sido expresamente estipulada.

El juez inglés de primera instancia que conoció el caso negó lugar a la demanda por entender que el contrato estaba sujeto a una “implied condition” que consistía en que se llevara a efecto el desfile real. Como dicha condición no se había cumplido, el contrato no podía tener efectos. Frente a este fallo, Krell interpuso un recurso de apelación para ante la Court of Appeal of England and Wales (Civil Division). Este tribunal, por sentencia de 11 de agosto de 1903, confirmó la decisión de primera instancia, invocando el precedente del caso Taylor v. Cadwell, de 1863, según el cual si la cosa arrendada desaparecía (un teatro que se incendiaba) el arriendo no podía tener efectos ya que estaba sujeto a la condición implícita de que la cosa se mantuviera. La Corte amplió ahora el criterio para señalar que un contrato también podía contener como condición implícita un determinado estado de las cosas que se estima esencial para el cumplimiento. Si se prueba que tal estado de las cosas era determinante para el fin previsto por las partes, el contrato no obliga en caso de que haya variado sustancialmente. La Corte estimó que dicha prueba se había producido en el caso por el aviso publicitario en que se ofertaba el arrendamiento del departamento y que expresamente señalaba que la procesión pasaría frente a sus ventanas (Ver texto ).

El caso dio lugar a la doctrina de la frustration of contract por la cual si eventos imprevisibles hacen imposible la satisfacción del propósito de las partes, debe considerarse que el mismo contrato se ha frustrado y no produce obligaciones.

En Alemania, este tipo de casos es comprendido como casos de ineficacia por la desaparición de la base subjetiva del negocio jurídico (Larenz), mientras en Francia se la inserta dentro de la teoría de la imprevisión. También es acogida como frustración del fin del contrato: el Código Civil y Comercial argentino de 2015 consagra expresamente esta forma de ineficacia en su art. 1090, según el cual “La frustración definitiva de la finalidad del contrato autoriza a la parte perjudicada a declarar su resolución, si tiene su causa en una alteración de carácter extraordinario de las circunstancias existentes al tiempo de su celebración, ajena a las partes y que supera el riesgo asumido por la que es afectada”.

¿Qué pasaría si un caso como éste se produjera con ocasión del imprevisto cambio del itinerario del Papamóvil? Podría pensarse que puede ser aplicable el error accidental como vicio del consentimiento, ya que conforme al inciso 2º del art. 1454 del Código Civil, el error acerca de cualquiera calidad de la cosa que no sea esencial no vicia el consentimiento de los que contratan, “sino cuando esa calidad es el principal motivo de una de ellas para contratar, y este motivo ha sido conocido de la otra parte”. Podría señalarse que el que el departamento tuviera vistas al paso del Papamóvil era una calidad de la cosa arrendada que si bien no es esencial, fue el motivo principal de una de las partes para contratar y este motivo era conocido del arrendador. Debe notarse que el Código no exige que éste haya tomado conocimiento de la calidad que motivaba a la otra parte por la información que ésta le hubiera proporcionado. Basta que haya sabido dicha motivación aunque sea por terceros o por las circunstancias en las que se celebra el contrato.

No obstante, se podría objetar que el art. 1454 se pone en el caso únicamente de un error sobre una calidad de la cosa misma y no tiene que ver con los motivos subjetivos que tenga una persona para celebrar el contrato. Se trataría por tanto de un error en el motivo, que en general no puede causar la ineficacia de un contrato: así, si el arrendatario pretende excusarse de cumplir con el arriendo porque señala que su propósito era instalar allí una oficina de abogado para su hijo, pero que lamentablemente no aprobó su examen de grado por lo que ya no le será necesario el inmueble, no puede dársele la razón. Los motivos que tengan las partes para celebrar un contrato pueden ser variadísimos, y el tráfico jurídico se haría imposible si la obligatoriedad de los contratos dependiera de ellos. Si alguien desea que un contrato sólo tenga efectos en caso de que se cumpla su motivación, debe pedir que se contemple expresamente en el contrato mediante la respectiva modalidad (condición).

Esta regla, sin embargo, se relaja respecto de los actos unilaterales: el Código reconoce que un error en los motivos determinante puede producir la nulidad de una asignación testamentaria (art. 1058 CC). Igualmente, la doctrina señala que, tratándose de actos bilaterales, el error en los motivos podría ocasionar la ineficacia del acto si dicho motivo ha sido incluido dentro de la causa del negocio. Se trataría entonces de un decaimiento de la causa, que explicaría también la resolución por incumplimiento. Pero el problema es que la causa debe existir al momento en que se celebra el acto y por ello la resolución por un incumplimiento sobreviniente tiene el respaldo de una norma expresa (art. 1489 CC).

A nuestro juicio la frustración del propósito práctico del contrato debiera ser tratado como una cuestión de distribución de los riesgos, de modo que en principio habría que ver si esa distribución se ha hecho expresa o implícitamente en su celebración. En defecto de esto habrá que aplicar las normas supletorias del Código Civil. Como sabemos, el art. 1550 dispone que el riesgo del cuerpo cierto cuya entrega se deba pertenece al acreedor, con lo cual se señala que si en un contrato una parte se obliga a entregar una cosa específica (deudor de la cosa) y la otra a pagar por ella o realizar otra prestación (acreedor de la cosa), si la especie se pierde por caso fortuito, el deudor de ella verá extinguida su obligación, pero, en cambio, el acreedor (de la cosa) permanecerá obligado a cumplir su propia prestación. La regla se aplica en particular al contrato de compraventa, por lo que si cosa vendida perece fortuitamente antes de que el vendedor la haya entregado, el comprador (el acreedor de la cosa) soporta el riesgo de ella, al tener que pagar igualmente el precio aunque no reciba nada a cambio (art. 1820 CC).

Esta solución en general ha sido criticada por la doctrina por considerarla injusta, y se ha propiciado una interpretación restringida, al punto de sostener que la regla general sería la contraria: el riesgo pertenece al deudor de la cosa, por lo que si su obligación se extingue por la pérdida fortuita de ella también se extinguirá la del acreedor de la cosa a pagar por ella. Esta es la solución que los arts. 1925 y 1950 Nº 1 del Código Civik dan para el contrato de arrendamiento de cosas. El art. 1950 dispone que el contrato se extingue por la destrucción total de la cosa arrendada, y el art. 1925 dispone que si el arrendador se ve en la imposibilidad de cumplir con su obligación, no debe indemnizar al arrendatario si dicha imposibilidad proviene de fuerza mayor o caso fortuito. De ambos preceptos, se observa que el riesgo de la imposibilidad de la prestación del arrendador lo soporta este último, ya que el contrato se extingue y no puede exigir que el arrendatario cumpla con su obligación de pagar el precio del arriendo.

Por ello en la medida en que el uso para que el quiere la cosa el arrendatario esté incorporado en el contrato, la imposibilidad fortuita de que la cosa sirva para ese uso producirá la ineficacia del contrato, y el arrendador no podrá exigir que se le pague el precio acordado en él.

Esperamos, sin embargo, que todas estas reflexiones sean meramente especulativas, y que nadie haya tenido que sufrir por los cambios de los recorridos del Papamóvil, más allá de las modificaciones para buscar el lugar donde se quiera presenciar la pasada del segundo pontífice romano en ejercicio que visita Chile.