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Contratos de adhesión y discapacidad

24 abril, 2022

La ley Nº 21.398, de 2021, incorporó a la ley Nº 19.496, sobre Protección de los Derechos del Consumidor en el inciso primero del art. 17 la frase “Asimismo, los contratos a que se refiere este artículo deberán adaptarse con el fin de garantizar su comprensión a las personas con discapacidad visual o auditiva”.

Con ello la norma ha quedado de la siguiente manera: “Los contratos de adhesión relativos a las actividades regidas por la presente ley deberán estar escritos de modo claramente legible, con un tamaño de letra no inferior a 2,5 milímetros y en idioma castellano, salvo aquellas palabras de otro idioma que el uso haya incorporado al léxico. Asimismo, los contratos a que se refiere este artículo deberán adaptarse con el fin de garantizar su comprensión a las personas con discapacidad visual o auditiva. Las cláusulas que no cumplan con dichos requisitos no producirán efecto alguno respecto del consumidor” (art. 17 inc. 1º) (énfasis añadido).

La norma agregada proviene de una indicación de los diputados Jaime Naranjo, Boris Barrera, Alejandro Bernales, Renato Garín y Alexis Sepúlveda que proponía intercalar en el artículo 17 inciso primero después del punto que sigue a la palabra “léxico” la siguiente oración: “Asimismo, los contratos a que se refiere este artículo deberán adaptarse con el fin de garantizar su comprensión a las personas con discapacidad”. Esta indicación es rechazada y se aprueba otra que precisa que se trata de discapacidad visual o auditiva. Esta indicación es de autoría de los diputados Jaime Naranjo, Boris Barrera, Alejandro Bernales, Renato Garín, Enrique van Rysselberghe, Raúl Soto, Rolando Rentería, Sofía Cid, Joaquín Lavín, Miguel Mellado, Pedro Velásquez y Alexis Sepúlveda. Consiste en intercalar en el artículo 17 inciso primero de la Ley 19.496, después del punto que sigue a la palabra “léxico” la siguiente oración: “Asimismo, los contratos a que se refiere este artículo deberán adaptarse con el fin de garantizar su comprensión a las personas con discapacidad visual o auditiva” (Informe Comisión de Economía de la Cámara, de 9 de octubre de 2019).

Este texto no fue modificado en toda la tramitación de la ley y aparece como Nº 10 del art. 1º de la ley Nº 21.398, de 2021, junto con el agregado de un inciso final con el siguiente texto: “Los contratos de adhesión deberán ser proporcionados por los proveedores de productos y servicios al organismo fiscalizador competente”.

Analicemos el sentido de la reforma. En primer lugar se refiere a los contratos a los que se refiere el artículo 17, es decir, a los contratos de adhesión relativos a actividades regidas por la ley Nº 19.496. Se trata de contratos que ya están predispuestos y que el consumidor no tiene la facultad de modificarlos, sino sólo de adherir o no adherir a ellos. De esta manera, el contrato de adhesión debe estar previamente escrito y de allí que se exija que estén escritos de modo legible, en idioma castellano y con un tamaño de letra no inferior a 2,5 milímetros.

Siendo así no se entiende que deban adaptarse para garantizar su comprensión por personas con discapacidad auditiva. Una persona sorda o sordomuda puede leer un texto escrito, a menos que tenga discapacidad visual. La ley Nº 20.422, de 2010, que establece normas sobre igualdad de oportunidad e inclusión social de las personas con discapacidad, contiene la distinción entre personas con discapacidad auditiva y persona sorda, producto de la reforma de la ley Nº 21.303, de 2021. El art. 6 de la ley 20.422, distingue entre “Persona con discapacidad auditiva”, que es “aquella que, debido a su funcionalidad auditiva reducida o inexistente, producida por enfermedad, accidente o vejez, en la interacción con el entorno se enfrenta a barreras que impiden su acceso a la información y comunicación auditiva oral dadas por la lengua mayoritaria”; y “Persona sorda” que es “aquella que, a partir de su funcionalidad auditiva reducida o inexistente, adquirida desde su nacimiento o a lo largo de su vida, se ha desarrollado como persona eminentemente visual, tiene derecho a acceder y usar la lengua de señas, a poseer una cultura sorda e identificarse como miembro de una comunidad lingüística y cultural minoritaria”. Es curioso que la reforma de la ley Nº 21.398 hable de personas con discapacidad auditiva, ya que si nos atenemos a la ley propia de la discapacidad esta no incluiría a los sordos de nacimiento.

En todo caso, lo que realmente interesa para estos efectos son las personas con discapacidad visual, es decir, personas ciegas o con dificultades para ver. Se menciona la discapacidad visual en la conformación del Consejo Consultivo de la Discapacidad, ya que se señala que deben nombrarse cinco representantes de organizaciones de personas con discapacidad de carácter nacional. Pero se exige que “estos consejeros deberán representar equitativamente a agrupaciones de personas con discapacidad física, auditiva, visual, intelectual y psíquica” (art. 63 b, ley Nº 20.422, de 2010). Una especie de adelanto de lo que ahora se extiende a los contratos de adhesión, lo encontramos en esta ley respecto de los reglamentos de carácter sanitario referidos a productos farmacéuticos, alimentos de uso médico y cosméticos. El art. 32 de la ley Nº 20.422, de 2010, dispone que “los reglamentos que fijen las normas de carácter sanitario sobre producción, registro, almacenamiento, tenencia, distribución, venta e importación, según corresponda, así como las características de los productos farmacéuticos, alimentos de uso médico y cosméticos, deberán contener disposiciones que aseguren la debida protección de los discapacitados visuales en el uso de dichos productos con medidas tales como la rotulación con sistema braille del nombre de dichos productos y su fecha de vencimiento”.

La reforma de la ley Nº 21.398, de 2021, debe enmacarse en la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, de la ONU, y que ha sido ratificada por Chile y promulgada por el D. Sup. Nº 201, de 2008. Se trata de una medida legislativa de las que se mencionan en el art. 4, Nº 1, a: “Los Estados Partes se comprometen a asegurar y promover el pleno ejercicio de todos los derechos humanos y las libertades fundamentales de las personas con discapacidad sin discriminación alguna por motivos de discapacidad. A tal fin, los Estados Partes se comprometen a: a)  Adoptar todas las medidas legislativas, administrativas y de otra índole que sean pertinentes para hacer efectivos los derechos reconocidos en la presente Convención”.

La norma sólo establece que los contratos de adhesión “deberán adaptarse con el fin de garantizar su comprensión a las personas con discapacidad visual o auditiva”. Pero no precisa cuál es la forma en la que deberán adaptarse. Por ejemplo, podrían contenerse estos contratos en el llamado sistema braille, coincidiendo con el art. 21 letra b de la Convención: “Aceptar y facilitar la utilización de la lengua de señas, el Braille, los modos, medios, y formatos aumentativos y alternativos de comunicación y todos los demás modos, medios y formatos de comunicación accesibles que elijan las personas con discapacidad en sus relaciones oficiales”.

En el caso de contratos de adhesión que pueden consultarse a través de internet, pueden configurarse mecanismos que permitan escuchar el texto mediante su lectura por una voz humana. 

En todo caso, puede haber múltiples maneras para adaptar los contratos de adhesión para garantizar la comprensión de las personas con discapacidad visual. Por lo demás, todos sabemos que estos contratos muchas veces no se leen y sólo se firman, y esto porque si tienen cláusulas consideradas abusivas ellas pueden ser declaradas nulas e incluso pueden redundar en la nulidad del contrato (arts. 16 y 17 E ley Nº 19.496, de 1997).

La técnica legislativa es deficiente, porque la frase se intercala entre dos normas: “Los contratos de adhesión relativos a las actividades regidas por la presente ley deberán estar escritos de modo claramente legible, con un tamaño de letra no inferior a 2,5 milímetros y en idioma castellano, salvo aquellas palabras de otro idioma que el uso haya incorporado al léxico” y luego se señala: “Las cláusulas que no cumplan con dichos requisitos no producirán efecto alguno respecto del consumidor”.

Esto era coherente en la norma original, pero ahora la norma dirá: “Los contratos de adhesión relativos a las actividades regidas por la presente ley deberán estar escritos de modo claramente legible, con un tamaño de letra no inferior a 2,5 milímetros y en idioma castellano, salvo aquellas palabras de otro idioma que el uso haya incorporado al léxico. Asimismo, los contratos a que se refiere este artículo deberán adaptarse con el fin de garantizar su comprensión a las personas con discapacidad visual o auditiva. Las cláusulas que no cumplan con dichos requisitos no producirán efecto alguno respecto del consumidor”.

¿Qué pasa si los contratos no se han adaptado o la adaptación es insuficiente para garantizar la comprensión de las personas con discapacidad? ¿No producirá efecto todo el contrato o las cláusulas que no cumplan con esa exigencia? ¿Qué significa que las cláusulas que no cumplan con dichos requisitos no producirán efecto alguno respecto del consumidor? ¿Se trataría de cláusulas que no producen ningún efecto ni siquiera favorable respecto del consumidor?

Pensamos que la consecuencia se ajusta al inciso primero, pero no al texto añadido, ya que no se refiere a cláusulas sino a una adaptación de todo el contrato. Y además es una norma abierta que podrá ser precisada por instrucciones interpretativas emanadas del SERNAC, conforme con el art. 58, letra b, de la ley Nº 19.496, de 1997. Si esas instrucciones no se cumplen podrán ser sancionadas con multas conforme al art. 24 de la misma ley.

Discapacidad e incapacidad jurídica

30 junio, 2019

En la Cámara de Diputados se está discutiendo un proyecto de ley, presentado por el Diputado Luciano Cruz-Coke, que tiene por objeto “eliminar la discriminación en contra de personas con discapacidad intelectual, cognitiva y psicosocial y consagrar su derecho de autonomía” (Boletín Nº 12.441-17: ver proyecto). El proyecto no se dirige a reformar todo el régimen de la capacidad jurídica, sino sólo a sacar de dicho régimen a los dementes y a los sordo o sordomudos que no pueden darse a entender claramente. Se mantiene, así, la incapacidad absoluta de los impúberes y la relativa del interdicto por disipación y de los menores adultos. Para ello elimina a estas personas del art. 1447 del Código Civil y se derogan las normas relativas a la interdicción y a la guarda de dementes y de sordo o sordomudos.

En concordancia con esto se eliminan a “los enfermos mentales” de la regulación que se contiene en el libro II del Código Sanitario, con lo que ya no se aplicaría a estar personas la guarda prevista en el art. 133 de dicho Código que permite a los Directores de los establecimientos psiquiátricos representar a los internados en ellos que no tengan un guardador o padre o madre que ejerza la patria potestad.

Se derogan varios preceptos de la ley Nº 18.600, a la cual se le sustituye el nombre como “Establece normas sobre Personas con Discapacidad Intelectual, Cognitiva y Psicosocial”. Los principales, para efectos de la incapacidad jurídica, son el art. 4 y el art. 18 bis; el art. 4 establece la posibilidad de una interdicción judicial que da más autonomía al pupilo; mientras el art. 18 bis, agregado por la ley Nº 19.735, establece un mecanismo de guarda extrajudicial para simplificar el trámite de padres y cuidadores de discapacitados intelectuales que requerían una forma para cobrar pensiones o subsidios en nombre de esas personas.

Al parecer por ser materias de iniciativa exclusiva del Presidente no se eliminan otros preceptos, que seguirán hablando de “personas con discapacidad mental”, lo que será motivo de incoherencia en la nomenclatura legal.

A su vez, el proyecto introduce en la ley Nº 20.422, sobre personas con discapacidad un nuevo título VIII, dedicado a regular un sistema de apoyos, salvaguardias y cuidados para una vida independiente y el ejercicio de la capacidad jurídica. El título contempla 14 artículos que enuncian algunos principios, y luego regulan medidas de apoyo que pueden ser dispuestas por la misma persona o por el juez, y que al parecer deben contemplar una persona natural o jurídica a la que se denomina “facilitador”. Estas normas insisten en que el facilitador en la ejecución de su encargo debe respetar e incluso promover que el receptor de apoyos pueda realizar su “voluntad, deseos y preferencias”. No se le permite representar al receptor salvo que la persona misma o el juez lo haya así contemplado. Por lo que vemos, tampoco se exige que el facilitador autorice o ratifique actos jurídicos del receptor, incluso aquellos que podrían ser más gravosos como disposición de bienes inmuebles o de bienes muebles de alto valor, o para obligarse como fiador, codeudor solidario o dar en prenda o hipoteca sus mismos bienes por deudas ajenas.

No hay duda de que el régimen jurídico de protección de incapaces jurídicos ha ido quedando desfasado desde que fuera aprobado el Código Civil en 1855. Las reformas que se han introducido han sido de carácter menor. La de mayor significación fue la que dio capacidad a los sordomudos analfabetos que podían expresarse por lenguaje de señas (ley Nº 19.904, de 2003), aunque su impacto fue reducido ya que la mayor parte de los sordomudos sabían ya escribir.

Se le critica su rigidez y el no adaptarse a las diversas situaciones en las que se presenta la discapacidad intelectual que tiene muchas manifestaciones, desde personas down, con síndromes del espectro autista, adictas a sustancias, alcohólicas, con patologías o transtornos de salud mental, con ludopatía, con demencia senil o con alzheimer. La única forma de protección es actualmente la interdicción por demencia o por sordomudez, tras lo cual se le nombra uno o más curadores para que administren sus bienes y lo representen en sus actos jurídicos. De allí que el demente no puede adquirir la posesión por sí mismo y no responde civilmente por sus actos. Un régimen más flexible lo proporciona la interdicción por prodigalidad, para el caso de personas que sufren de una propensión al derroche y la dilapidación de sus bienes, caso en el cual el curador no necesita sustituir su voluntad sino que puede autorizar los actos e incluso puede otorgarle la libre administración de una parte acotada de sus bienes.

Por cierto, el lenguaje puede hoy día parecernos estigmatizante, como cuando se habla de loco furioso o, en el caso de la ley Nº 18.600, de deficiente mental, o en el del Código Sanitario, de enfermos mentales. En cambio, entendemos que el término demencia sigue siendo utilizado por la psiquiatría, aunque especificando su clase o tipo: vascular, senil, etc.

Por lo anterior, y siguiendo a otras legislaciones como la italiana, la francesa, la española o la argentina, es de desear una reformulación del régimen de protección jurídica de personas incapaces, que trate de buscar un equilibrio entre tres fines que pueden aparecer como contradictorios entre sí pero que debieran ser armonizados: 1º) respetar al máximo posible la autonomía de la persona incapaz; 2º) protegerla de abusos y fraudes y 3º) brindar seguridad a los terceros que puedan contratar con ellas.

Para ello, pensamos que es necesario hacer algunas prevenciones: una primera tiene que ver con la necesidad de emplear un lenguaje que, sin ser estigmatizante, sea a la vez sencillo y claro. El proyecto de ley califica a las personas incapaces con un título excesivamente largo para ser usada en las leyes: Persona con discapacidad intelectual, cognitiva y psicosocial (dicho sea de paso, pensamos que debiera ser “o” psicosocial). Tanto es así que la misma moción se ve obligada a utilizar una sigla para no tener que repetir una expresión tan larga: PcDICPS. Más adelante se habla de “receptor de apoyos”, que resulta además vago e impreciso. Hay que advertir que los nombres en esta materia tienen un dinamismo que puede dejar obsoleta en poco tiempo cualquier denominación. Hemos pasado por diversas formas de designación, siempre tachando a la anterior de discriminatoria y peyorativa: lisiados, inválidos, minusválidos, discapacitados, personas con discapacidad. El proyecto parece quedarse en esta denominación, siguiendo a la Convención de la ONU; pero ya hay una fuerte corriente que señala que también el término de discapacidad es inadecuado, y se propone sustituirlo por “personas con capacidades diferentes”.

Una segunda prevención es que no hay que confundir la discapacidad física o intelectual con la incapacidad jurídica. La mayor parte de las personas con discapacidad son jurídicamente plenamente capaces: personas con movilidad disminuida, con discapacidad visual o auditiva, pueden gobernarse a sí mismas y administrar sus bienes con plena libertad y autonomía. Por ello, un proyecto de ley que reforme el régimen de la incapacidad debe apuntar a personas que son vulnerables porque no tienen o las tienen disminuidas sus facultades mentales de un modo que les impide autogobernarse. En suma, debe separarse a los discapacitados de los incapaces jurídicos. Por ello, el art. 12 de la Convención sobre Derechos de las Personas con Discapacidad debe entenderse referido a las personas con discapacidad física, que necesitan sólo de apoyos o salvaguardias adecuadas y proporcionales, pero la protección debe ser mucho más intensa para aquellas discapacidades que generan una imposibilidad de autogobierno.

Una tercera idea que debería tenerse en cuenta es que para poder realizar un cambio eficiente del actual régimen de protección de incapaces sería necesario recabar datos sobre cómo está funcionado actualmente. No basta con señalar el número de personas con discapacidad intelectual, sino estudiar cuántos de ellos están en interdicción judicial o administrativa, cuántos están sujetos a curadores, qué tipo de relación se da entre guardador y pupilo, qué tipo de abusos y fraudes se han detectado conforme a este sistema, etc.

Veamos ahora qué podemos señalar sobre el proyecto de ley en actual discusión. En primer lugar, exponemos algunas observaciones formales.

Debe considerarse que la reforma del Código Civil es una labor tremendamente delicada y que debe hacerse con sumo cuidado. Podemos observar que el proyecto en su afán por hacer desaparecer los conceptos de demente y de sordo o sordomudo incurre en una desarticulación de algunos preceptos.

Por ejemplo, el art. 191 si se eliminara la frase que indica el proyecto, quedaría del siguiente modo: “La patria potestad se suspende por su menor edad [¿?], por estar en entredicho de administrar sus propios bienes, y por su larga ausencia u otro impedimento físico…”. No se sabe así a quien se refiere, porque se ha eliminado la demencia pero además la frase “del padre o madre que ejerce la patria potestad”. Otro ejemplo: en el inciso 4º del art. 970 se dispone que se elimine la expresión “o curaduría”, dejando sólo como exceptuadas de la obligación de pedir que se nombre tutor al impúber a las personas sujetas a tutela (es decir, impúberes), con lo que estaría incluyendo en ese deber a los menores adultos y a los ausentes que pueden estar sujetos a curaduría. Y un tercero: se dispone que se eliminen del art. 1586 como causa de inhabilidad del diputado para el pago “la demencia o la interdicción”; al eliminar la interdicción se estará dando la impresión de que si el diputado es interdicto por disipación el mandato no expiraría.

Además, se evidencia que la revisión de los casos en los que el Código Civil se refiere a la demencia y al demente o dementes no ha sido rigurosa. Faltan varias normas que emplean estos términos y que el proyecto dejaría intactos: arts. 109, 223, 968 Nº 3, 1208 y 2509. Por otro lado, se mantienen artículos que mencionan a las “personas que no tienen la libre administración de sus bienes” (cfr. art. 1225, 1234, 1236, 1287, 1337, 1388, 1470, 2338, 2262), y que podría aplicarse a aquellas personas que, según el proyecto, estarían bajo medidas de apoyo y la supervisión de un facilitador.

Debe también advertirse que el proyecto va más allá de lo que se propone en cuanto a otorgar capacidad jurídica a las personas con discapacidad intelectual. Así, propone eliminar inhabilidades que se fundan no en dicha discapacidad, sino en discapacidades físicas que la ley ha considerado que pueden disminuir la capacidad para desempeñar ciertas funciones u oficios: así se suprimen las inhabilidad de los ciegos, sordos y mudos para ser guadadores (art. 497 1º y 2º) o testigos en un testamento (art. 1012 5º, 6º y 7º) o en matrimonio (art. 16, 5º Ley 19.947).

Yendo ya al fondo del proyecto, hemos de constatar que se ha concentrado en otorgar mayor autonomía y libertad para las personas con discapacidad intelectual, y con ello cumple con el primer fin que hemos identificado para diseñar un sistema de protección de incapaces. Pero no sucede lo mismo con los otros fines: el proyecto no cuida suficientemente la necesidad de protegerlos frente a posibles abusos y la seguridad jurídica respecto de los terceros que contraten con ellos.

En este sentido, nada se señala en las normas sobre medidas o planes de apoyo sobre la validez de los actos que se realicen sin los requisitos que se hayan fijado para ello. Y además no hay ninguna provisión sobre cómo los terceros podrán conocer que una persona está sujeta a medidas de apoyo y qué requisitos se han fijado para que dicha persona puede realizar actos válidos y eficaces, o si las medidas están vigentes o han sido revocadas o modificadas. La incertidumbre sobre la real capacidad jurídica de estas personas, las terminará perjudicando porque nadie querrá contratar con ellas.

En todo caso, al quitar la calidad de incapaces absolutos a las personas con discapacidad intelectual, se está señalando que todos sus actos serán plenamente válidos y que no podrá pedirse la nulidad absoluta , aunque un tercero se haya aprovechado de ellos y los hayan despojado de sus bienes. Podría decirse que podrá obtenerse la nulidad del acto si se demuestra que hubo un vicio del consentimiento, pero los únicos vicios del consentimiento son el error, la fuerza y el dolo, y no se considera la discapacidad. Habría que probar que no hubo voluntad o consentimiento, pero ante ello los terceros podrán aducir que la misma ley ordena que se respete la “voluntad, deseos y preferencias” de las personas con discapacidad intelectual.

Además, no deja de ser curioso que el proyecto no elimine las inhabilidades que se fundan en la falta de uso de la razón y que se presentan para otorgar testamento (art. 1005 Nº 4) o para casarse (art. 5 Nº 4 ley Nº 19.947), o para ser testigos en ambos actos (art. 1012 4º; art. 16 Nº 3 ley Nº 19.947). De esta manera, podrá decirse que la falta actual de uso de razón no es una causa de nulidad o invalidez de los actos y contratos en general, sino solo en los actos en los que la ley así lo ha dispuesto.

En este sentido, es coherente que se entienda que estas personas deban responder civilmente por los daños que causen por dolo o culpa, pero esto no beneficiará a estas personas y sí en cambio a quienes son sus cuidadores.

Debe considerarse también que el proyecto apenas se ocupa de los problemas que podría originar la puesta en vigor de una reforma tan radical. Sólo se dispone que “las personas con discapacidad declaradas en interdicción gozarán de plena capacidad jurídica y su curador se convertirá automáticamente [sic] en un facilitador…”. Nada se dice sobre qué normativa regirá a este curador convertido en facilitador. Tampoco se indica si mantendrá el derecho a remuneración (la décima de frutos). Se dispone que el expupilo, ahora receptor, puede recurrir al juez de familia para solicitar “la revisión de su caso particular”, sin que se aclare qué puede significar esto. Además, no se ha considerado que hoy los jueces que ven la interdicción de personas con discapacidad son los jueces civiles y no los de familia.

Igualmente, no hay ninguna norma que se refiera a qué sucederá con aquellas personas discapacitadas que están bajo curaduría conforme al art. 18 bis de la ley Nº 18.600 o al art. 133 del Código Sanitario.

En conclusión, nos parece que el proyecto de ley está bien inspirado, pero como se señala en la moción es más una invitación a reflexionar sobre cómo reformar nuestro actual sistema más que intentar su aprobación como ley de la República. Es evidente que si se quiere avanzar en esta materia se necesitan reformas en materias que son de iniciativa exclusiva del Presidente de la República porque implican modificar leyes sobre administración pública o que implican recursos públicos. También debe considerarse que nuestros jueces no tienen experticia en estas materias, y que el Servicio Médico Legal no podría cubrir todos los casos en los que tendría que evaluarse qué tipo de medidas son adecuadas según la discapacidad concreta de la persona. Necesariamente, en consecuencia, deberán incrementarse los recursos públicos para lograr que la institucionalidad respalde los cambios legales.

Mientras tanto, quizás sea sensato unificar el régimen de las personas con discapacidad intelectual distinguiendo entre aquellas que cuya capacidad de autogobierno es nula, para las cuales se aplicaría el estatuto actual de las personas dementes, y aquellas que tienen sólo limitaciones para el ejercicio de esa capacidad, a las que se podía aplicar el estatuto que existe hoy para el disipador.