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Cremación y cenizas mortuorias

30 octubre, 2016

Hace ya bastante años algunos cómicos televisivos escenificaban el siguiente chiste: uno le decía a otro: “Te lo juro por las cenizas de mi madre”; el interlocutor se preocupaba y decía con voz quebrada: “Lo siento mucho, no sabía que había muerto”, y el primero remataba el chiste con un “No, si no ha muerto, lo que pasa es que fuma como murciélago”… Recordamos este cuento, al leer las notas de prensa que informaron sobre la Instrucción de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Ad resurgendum cum Christo (Para resucitar con Cristo), sobre la sepultura de los difuntos y la conservación de las cenizas en caso de cremación, dada a conocer por el Vaticano el pasado martes 24 de octubre de 2016. Este hecho unido a la proximidad de las fechas en la que los católicos celebra los días de todos los santos y de los fieles difuntos (1 y 2 de noviembre), hacen propicia una reflexión sobre la cremación como modo de inhumación y el destino de las cenizas resultantes, en la legislación chilena.

Antes de ello conviene aclarar que la Instrucción es una regulación que vincula sólo a los fieles de la Iglesia Católica, cuya fe descansa en la esperanza de la resurrección de los muertos, anunciada por la resurrección de Cristo. La resurrección de los cuerpos es una obra del poder divino, de modo que lo mismo da la forma en que se haya inhumado el cadáver. Por ello, se mantiene el criterio de que la Iglesia Católica no prohíbe la cremación del cadáver de un difunto. Es más, se contempla que, después de la celebración de las exequias, la Iglesia acompañe la cremación con especiales indicaciones litúrgicas y pastorales. Pero así como no prohíbe, la Iglesia sí sigue recomendando que se prefiera la sepultura de los cuerpos en cementerios, iglesias u otros lugares idóneos. Lo más novedoso de la Instrucción es que se preocupa del destino de las cenizas en los casos en que legítimamente se haya optado por la incineración. Se indica que “las cenizas del difunto, por regla general, deben mantenerse en un lugar sagrado, es decir, en el cementerio o, si es el caso, en una iglesia o en un área especialmente dedicada a tal fin por la autoridad eclesiástica competente”. De esta manera, se excluye que las cenizas sean conservadas en el hogar, repartidas entre los familiares, o que sean dispersadas en aire, tierra o agua (Ver texto).

Veamos ahora lo que señala la ley civil chilena al respecto. Normalmente la doctrina del Derecho Civil ha calificado al cadáver de la persona difunta como una cosa, pero muy singular porque el respeto que inspira la dignidad humana se proyecta también a sus despojos mortales. Se trata por tanto de una cosa de alguna manera sagrada (res sacrae) y por ello incomerciable (res extra commercium). Si bien los familiares se hacen cargo del cuerpo no tienen un poder absoluto de disposición sobre él, y están obligados a darle sepultura, salvo algunos destinos específicos señalados en el Código Sanitario: donación con fines de investigación científica, docencia universitaria, elaboración de productos terapeúticos y realización de injertos (art. 146 del Código Sanitario).

El Código Sanitario permite también la incineración pero sólo en crematorios que hayan sido autorizados por el Servicio Nacional de Salud (art. 136). El Reglamento de Cementerios, contenido en el Decreto Supremo Nº 357, Ministerio de Salud, de 1970, modificado por el D. Sup. Nº 69, de 2014, actualiza la autoridad competente para autorizar un crematorio indicando que se trata de la Subsecretaría Regional Ministerial de Salud (art. 69). Este mismo Reglamento regula el funcionamiento de los crematorios y de la incineración de los restos humanos.

Para que se proceda a la cremación de un cadáver debe obtenerse la autorización del Director del Servicio Nacional de Salud (hoy Secretario Regional Ministerial de Salud). Para que se otorgue dicha autorización será necesario el pase de sepultación del Registro Civil (que supone la inscripción de la muerte en el Registro de Defunciones), y la manifestación de voluntad del difunto en el sentido de que desea que se incinere su cadáver, la que debe constar por escrito. A falta de esta manifestación, se requiere que la cremación sea solicitada por el cónyuge sobreviviente, o por los parientes más cercanos conforme a un orden de prelación predeterminado (art. 73 Reglamento). Se deberá levantar un acta de la incineración que debe ser suscrita por al menos uno de los deudos del fallecido o de las personas que la solicitaron, además de la firma de la autoridad del cementerio, y esta acta debe ser consignada en un Libro que debe mantener el crematorio (art. 69 Reglamento). Aparte de este libro se ordena mantener registros sobre el nombre, edad, sexo, estado civil, nacionalidad, último domicilio en Chile, fecha y causa de la muerte de la persona cuyos restos se incineren, más archivos con los documentos que identifiquen los restos de la persona incinerada, que deben incluir sus huellas dactilares. Igualmente, debe registrarse la constancia de si la incineración se llevó a efecto por voluntad del extinto, o de los parientes u otras personas, o en los demás casos contemplados en el Reglamento, junto la identificación de los deudos o de las personas que solicitaron la incineración (art. 69 Reglamento).

No establece expresamente esta regulación reglamentaria la obligación de entregar a los deudos las cenizas que resulten de la cremación del cadáver, pero ella se supone implícitamente. También se observa que dichas cenizas son consideradas cosas sacrae y extra commercium, y sobre las cuales no cabe el ejercicio de un derecho de propiedad absoluto que permita usar y gozar arbitrariamente de ellas. Así se desprende de que los cementerios que incluyan crematorios deben contemplar como función “la conservación de cenizas provenientes de incineraciones” (art. 2º letra a, Reglamento), para lo cual deberán contar con columbarios y cinerarios.

Los columbarios fueron usados por los romanos, los que les dieron ese nombre por la semejanza con los nidos de palomas o palomares (columba en latín significa paloma). Se trata de un edificio construido con pequeños nichos donde se pueden depositar las cenizas de los difuntos con individualización de cada uno de ellos. Los cinerarios son lugares para el depósito de cenizas en común (arts. 29 letras j y k y 72, D. Sup. 357).

En relación con el transporte de las cenizas de un difunto cuyo cadáver ha sido cremado, si bien no se dispone que sea autorizado por la autoridad sanitaria, se exige que éstas sean ser transportadas en cofres o ánforas, debidamente cerrados (art. 76 D. Sup. 357).

No encontramos disposiciones sobre la mantención de las cenizas en las casas o su dispersión en el aire, tierra o agua, por lo que pareciera que ello no está vedado por la legislación chilena, al menos en la medida en que ese destino no sea indecoroso para la dignidad que se debe a los restos mortales de una persona.

La Instrucción Ad resurgendum cum Christo, aunque obligatoria sólo para los católicos, nos recuerda la importancia cultural, social y jurídica del respeto que se debe al cadáver o a las cenizas resultantes de su incineración. Además, la posibilidad de dejar las ánforas con cenizas en columbarios que existen ya en gran número en el país, permite sin mayores problemas seguir los criterios de la nueva normativa católica, la que sin duda favorece que se mantenga la relación de la familia, y de la comunidad, con sus muertos.

El sacrificio de Excalibur

12 octubre, 2014

Excalibur, la mascota canina –un ejemplar de la raza American Stafford–, perteneciente a la auxiliar de enfermería española que se contagió con el virus ébola, tuvo un triste final. A pesar de la campaña realizada por las redes sociales, la manifestación de “animalistas” fuera de la casa en la que se encontraba y la oposición del marido de la enferma, las autoridades de la Comunidad de Madrid dispusieron que se aplicara la eutanasia al perro y se incineraran sus restos. Se invocó el riesgo de que pudiera tener el virus y transmitirlo a seres humanos y así generar un foco de propagación de la temible enfermedad infecciosa.

Frente a la oposición de sus propietarios, la Consejería de Salud de la Comunidad de Madrid emitió una resolución para eliminar al can, la que fue ratificada por el Juzgado Nº 2 de lo Contencioso Administrativo de Madrid, de fecha 7 de octubre de 2014. El miércoles 8 de octubre personal de policía y de la Facultad de Veterinaria de la Universidad Complutense ingresó a la vivienda y procedió a dar muerte al animal. Se informó que primeramente se le sedó para que no sufriera. Al sacar sus restos, se produjo un conato con los manifestantes y dos personas resultaron heridas.

El marido, que permanece en observación en el hospital Carlos III, había difundido en su facebook un llamado para que no se sacrificara a Excalibur: “Un perro no tiene porque [sic] contagiar nada a una persona y al revés tampoco –alegó–. Si tanto les preocupa este problema creo que se pueden buscar otro tipo de soluciones alternativas, como por ejemplo poner al perro en cuarentena y observación como se ha hecho conmigo”. A ello añadió de un modo provocativo: “O acaso hay que sacrificarme a mí por si acaso”.

Esta última expresión, pienso, evoca el problema crucial con el que se enfrenta el Derecho al regular el trato que debe darse a los animales: la diferencia de su estatuto jurídico con el de las personas. ¿Por qué a Excalibur se le aplica la eutanasia y no a su dueño si prácticamente están en la misma situación de constituir un peligro para la salud pública por su condición de pontenciales transmisores del virus ébola?

La respuesta es que sólo las personas tienen esa cualidad inviolable y esencial que llamados “dignidad”, mientras que los objetos, incluidos los más valiosos y a los que por razones muy entendibles amamos profundamente, como nuestras mascotas, no dejan de ser cosas, que tienen un valor siempre relativo. Como afirmara Kant la persona es un fin en sí misma, de modo que nunca puede ser tratada sólo como un medio para obtener un fin diverso a ella misma. Las cosas, por muy valiosas y amadas que sean, no son un fín en sí, por lo que pueden ser medios para el logro de fines ajenos a ellas. Las primeras tienen “dignidad”, mientras la segundas, “precio” (cfr. Inmanuel Kant, Fundamentación para una metafísica de las costumbres, edición de Roberto Rodríguez Aramayo, Alianza Editorial, Madrid, 2002, p. 123). La filosofía cristiana afirma esa esencial dignidad de todo ser humano en su cualidad de haber sido creados a imagen y semejanza de Dios, es decir, con libertad y responsabilidad.

No se quiere decir con éstos que las cosas puedan ser utilizadas para cualquier fin y que no deban ser protegidas por las leyes para que no se abuse de ellas. Concretamente, con los animales ha ido creciendo la conciencia de que muchos de los usos que habitualmente estaban legitimados o tolerados hoy pueden ser considerados inadmisibles. Se avanza en una legislación que proteja a los animales contra los abusos y tratos crueles. En Chile, el art. 291 bis del Código Penal, introducido por la ley Nº 20.380, de 3 de octubre de 2009, dispone que “El que cometiere actos de maltrato o crueldad con animales, será castigado con la pena de presidio menor en su grado mínimo [61 a 540 días] y multa de uno a diez ingresos mínimos mensuales o sólo a esta última”. Además se discute sobre la participación de animales en ciertos juegos o deportes, su utilización en espectáculos circenses o en shows acuáticos, su misma puesta en cautiverio en zoológicos y otro tipo de instalaciones semejantes, y su uso en investigaciones científicas o de ensayos médicos.

Pero la protección que da o pueda brindar la ley a los animales, no puede cambiar su estatuto jurídico ni transformarlos en sujetos de derechos como los seres humanos. Serán siempre cosas muebles semovientes, como los califica el art. 567 del Código Civil, sobre los cuales podrá ejercerse el derecho de propiedad, si bien ese derecho de propiedad deberá ejercitarse conforme a las leyes que imponen deberes de buen trato y prohibiciones de ejercicio abusivo o cruel.

Parece claro que si debe elegirse entre el respeto de los derechos fundamentales de las personas y la preservación de una cosa, por muy valiosa que ésta sea, ha de prevalecer lo primero. Nadie pensará que si se produce un incendio en un edificio y alguien se ve en la disyuntiva de salvar a un bebé recién nacido o un cuadro que contiene una pintura reconocida como obra maestra, podría dejar morir al niño pretextando que su vida es menos importante para la humanidad que la obra de arte. La persona humana es incomensurable, y por ello no resiste un juicio de comparación ni con otras personas ni menos con simples cosas, por valiosísimas o queridas que ellas pueden ser.

Otra cosa es discutir si era realmente recesario aplicar la eutanasia a Excalibur y si efectivamente había un riesgo de contagio del virus desde el perro al hombre. Pero suponiendo que sea así, su eliminación, lamentable y dolorosa, no es una muestra de crueldad o desprecio por la vida animal, sino de protección y tutela de la salud de las personas.

Digamos de paso que en Chile el sustento legal que podría tener una medida como la que afectó a la mascota española se encuentra en el art. 31 del Código Sanitario. Este precepto dispone que en caso de peligro de epidemia o cuando ésta se hubiere declarado en cualquier lugar del territorio, el Servicio Nacional de Salud puede disponer o tomar a su cargo el sacrificio de los animales o la eliminación de los insectos propagadores de la enfermedad. Si el dueño se opone interpondrá un recurso de protección por amenaza al derecho de propiedad contemplado en el art. 19 Nº 24 de la Constitución. La Corte decidirá probablemente haciendo ver que este derecho está limitado por su función social, que entre otras cosas, incluye la “salubridad pública”.

Esta eutanasia, en cambio, sería del todo improcedente tratándose de personas, porque, siendo un fin en sí mismas, no pueden ser utilizadas de ninguna manera sólo como un medio para fines ajenos a su bienestar, como sería la necesidad de evitar el peligro de propagación de la enfermedad. El marido de la enfermera puede estar tranquilo; a él no se le “sacrificará” ni aunque se compruebe que se ha contagiado con el terrible virus, lo que esperamos, por cierto, que no haya ocurrido.